NOVELA
Yo fumo para olvidar que tú bebes
Primera entrega de la Serie Max Lomas
Siruela, 2020 (2ª edición en 2021)
Finales de los años ochenta. Max Lomas, guapo y sentimental, culto y descreído, vive a caballo entre Madrid y San Sebastián, donde trabaja como escolta privado para un profesor amenazado por la banda terrorista ETA. Mientras en la capital Max se enamora de Elsa Arroyo nada más verla, en el País Vasco su ambicioso y temperamental colega García empieza a plantearse a qué lado de la línea que separa el crimen de la ley conviene situarse. Y lo que es peor, a interesarse también por Elsa…
Martín Casariego, uno de los nombres de referencia dentro de la prosa contemporánea en español, inicia con este libro una original serie negra rebosante de referencias literarias, cinematográficas y musicales, un recorrido trepidante desde las cloacas de la política y los negocios hasta las más altas esferas de la sociedad. Con un estilo sobrio y preciso, unos diálogos cargados de ironía y un inteligente humor que la distingue de otros libros de su género, la primera novela de la serie de Max Lomas Yo fumo para olvidar que tú bebes hará, desde el primer capítulo, las delicias de todos los aficionados al género.
• «Guardaespaldas y etarras, traiciones y amistades, sexo y mucho humor en un relato inquietante. El amor en tiempos coléricos, como siempre». (Fernando Savater).
• • La Serie Max Lomas continúa en Mi precio es ninguno.
Visión personal
A veces pienso que estoy en esa edad en la que se cumple la feliz frase atribuida a Gil de Biedma, «ahora que de casi todo hace ya veinte años», y aunque ese hallazgo sea una hermosa exageración, fue hace más de veinte años cuando publiqué en Plaza & Janés Mi precio es ninguno. Era una novela negra, más que policiaca, de acción y no de investigación, con un aire a western y en la que el humor, las canciones populares y los diálogos rápidos jugaban un papel central. Se inspiraba en las obras de Hammett, Chandler o Ross Macdonald, aunque exagerando algunos de sus rasgos, lo que veía más como un homenaje que como una parodia. El alcohol, el tipo duro y de vuelta de todo, las pistolas y una chica despampanante llamada Elsa eran algunos de sus inevitables ingredientes, trasladados de Estados Unidos a Madrid.
Disfruté muchísimo mientras la escribía, y además me dio posteriormente la alegría de que fuera traducida a varios idiomas. Al poco de haberla publicado empezó a rondarme la idea de recuperar a Máximo Lomas, el protagonista cínico y romántico, y narrar alguna otra aventura suya, después de haberle dejado casi destruido. Esa idea cobró renovadas fuerzas cuando Mi precio es ninguno quedó descatalogada. Pensar que Max y Elsa ya sólo podían encontrarse en librerías de viejo me dolía, por mucho que ese fuera el sitio más indicado para mi héroe descreído y lector, siempre tentado por seguir la máxima epicúrea del «Vive oculto».
Por fin, en 2016, entregada en Siruela Como los pájaros aman el aire, tuve esa sensación que a veces nos impulsa a los tímidos o indecisos: «Ahora o nunca». Y me puse a escribir su continuación, Demasiado no es suficiente. Según iba escribiendo la secuela, de forma tan gozosa como la primera vez, iba comprendiendo que necesitaba explicar también de dónde venían Max y Elsa. Al fin y al cabo, Mi precio es ninguno comienza con su reencuentro, después de una turbia historia vivida unos años antes. Y me encontré así con que no sólo quería presentar a mi editorial mi nueva novela con la condición de que debía rescatarse la primera, sino que también debería incluirse en el paquete la precuela.
De modo que, con una versión de la secuela que entonces me parecía suficientemente trabajada, me puse a escribir la precuela, Yo fumo para olvidar que tú bebes, con algunas líneas marcadas por los datos aportados en la novela ya publicada: Max era guardaespaldas en el País Vasco, donde tenía por compañero a García, y en Madrid se enamoraba de Elsa, que tenía una hermana pequeña, Rosa. Fui incluyendo mucho de lo que se decía de las andanzas anteriores de Max y Elsa. Como algunas cosas, pequeñas pero importantes (en una novela los detalles son tan importantes como el grueso), no veía claro cómo encajarlas, corregí también Mi precio es ninguno, pequeñas pinceladas que matizaban el tono o que ajustaban las piezas.
Y pensando que, en el fondo, había vuelto a escribir una historia de amor, algún día de la primavera de 2019, en mi casa, o tal vez en un café, terminé la primera novela de la serie Max Lomas, cuando ya había escrito las dos siguientes.
[Texto aparecido, con leves variantes, en zendalibros.com]
Críticas
Entrevistas
Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.
Primer capítulo
La conocí en Madrid, un fin de semana libre, en el bar de copas en el que por entonces ella trabajaba de camarera. Estábamos en primavera, detalle intranscendente, pues a las historias de amor cualquier estación les sienta bien. En cierto modo todo comenzó allí. La piel, las canciones, los tiros. El mundo, mi vida.
Todo.
Fue en 1988. Lo que cuento aquí sucedió, pues, hace ya muchos años, en una época más libre y salvaje, como el jinete de la película de Jane Fonda. En algunos aspectos mejor; en otros, peor. Los de piel fina deberían tenerlo en cuenta. Eran los tiempos del fin de la Movida, y todavía se oían en los bares y en las radios canciones en las que el estribillo era, por ejemplo, Ayatollah, no me toques la pirola, y títulos como Los chochos voladores o Me gusta ser una zorra. ¿Y qué decir de una letra como la de Sí, sí, de los Ronaldos? Hoy sería un escándalo.
Yo iba solo, como de costumbre. Al abrir la puerta me llegaron los primeros acordes de Good vibrations, de los Beach Boys. Ahhh… I love the colorful clothes she wears…
Y la vi.
Fue verla y que me hiriera un rayo que todavía no ha cesado. El bar estaba bastante concurrido, pero para mí fue como si solo estuviésemos nosotros dos.
Elsa tenía veinte años y yo, veinticinco. A esas edades, ella se creía que tenía derecho a ser feliz y yo empezaba a dudarlo. Y sin embargo fue entonces cuando encontré la felicidad.
Me duró dos años.
No está nada mal. Hay felicidades que duran segundos.
Si la hubiera visto Ariosto, habría dicho eso de que la naturaleza la hizo y después rompió el molde. Tenía una bonita melena rubia y vestía falda escocesa, blusa blanca y unos zapatos rojos con tacón, más apropiados para atraer las miradas de los varones que para trabajar tras una barra. Mi primer impulso fue huir. Los cinco siguientes, acercarme. Probé un recurso desesperado: imaginarla con cincuenta años. Con sesenta. Con setenta. No surtió efecto. Hasta entonces me había enamorado dos veces, una en el colegio y otra en la universidad. Pero aquello que sentía ahora era nuevo y sospeché que, en realidad, nunca me había enamorado. Desvié la mirada. No quería enfrentarme a sus ojos. No quería saber su nombre. Quería huir. Quería saber su nombre. Quería llevarla a mi pensión.
Se acercó para atenderme. Soy un imán para las mujeres, y más si son camareras. Era delgada y tenía los ojos verdes, de ese verde que a veces se vuelve azul o gris, de ese verde que te hace dudar si es azul o gris, y entonces la chica saca la errónea conclusión de que no te fijas de verdad en ella. Su cara resplandecía, alegre, pero, me pareció, dejaba traslucir que había sufrido. Según Oscar Wilde, en el amor comienza uno por engañarse a sí mismo y a veces logra engañar al otro.
Tenía que engañarla.
—Hola.
Me quedé callado, mirándola. No por aplomo, sino por deslumbramiento.
Mirando su mirar ardiente, honesto. De todas las sentencias que he escuchado acerca del amor, una de las pocas que salvaría es la de que existen los flechazos. ¿Han visto alguna vez, en cámara lenta, cómo una bala traspasa tejido animal? Es algo así.
—Hola —repitió, sin saber disimular del todo su impaciencia ante mi silencio—. ¿Quieres algo?
—Supongo que no te descubro América, pero tengo que decirlo: estás bárbara.
—Es que me llamo Bárbara La Marr —me vaciló.
Tenía un aire a Ava Gardner, aunque en rubia. La cara alargada, la expresión de los ojos algo burlona, la boca grande y los labios finos, los pómulos marcados. Delante de mí, nunca nadie sacó ese parecido. Igual solo yo se lo encontraba.
—¿Tu segundo apellido es Debuena?
Era una broma de la época, en la línea de Almodóvar y Patty Diphusa.
Se le escapó una sonrisa.
—Imbécil. Me llamo Elsa.
Que accediera a decirme su nombre era un buen augurio.
Compensaba lo de «imbécil». Aunque quizá incluso lo de «imbécil» fuese un buen augurio.
—Yo, Max.
—Bueno, Max, ¿vas a tomar algo? A ese lado de la barra os divertís, y a éste trabajamos.
—Un ron con Coca-Cola, Elsa.
Seleccionó la botella. Ahora sonaba Always on my mind, de Pet Shop Boys. Me gustaba, aunque soy de los que prefieren la versión original.
La de Elvis.
—If I made you feel second best, Girl I’m sorry I was blind —cantó para sí misma.
O quizá para mí.
— ¿Por qué me miras así? ¿Tienes algún problema con mi voz?
—Claro que tengo un problema con tu voz.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
—Que me gusta.
Si a esa música se le sumaba la banda del tintineo de los hielos, el sonido del ron cayendo sobre ellos, las burbujas del refresco estallando, el efecto era fantástico.
Bueno: lo era, sobre todo, por ella.
—¿Qué nombre es ese de Max? ¿Maxwell?
Se mezclaban en su pregunta la intención y la ingenuidad, de modo semejante a como ocurría con su forma de vestir.
—Máximo. Máximo Lomas, para servirte.
—¿Me tomas el pelo? ¿Máximo Lomas, Máximo Lo Más? —me miraba sonriendo con los ojos—. ¡Venga ya! Es un chiste, ¿verdad?
—Si lo es, es de mis padres. Me limito a intentar hacerle honor. Conocí a una chica que se llamaba Dolores Mento, y la llamaban Lola, claro…
Me dejó con la palabra en la boca. Lo lamenté, aunque también la disculpé. Tenía que atender un montón de gargantas sedientas. Tenía que seguir poniendo copas a un ritmo infernal.