Premio Tigre Juan del Ayuntamiento de Oviedo a la mejor primera novela publicada en español en 1989.

NOVELA

Qué te voy a contar

Anagrama, 1989

En el Madrid frenético y alocado de los últimos años puede suceder que un chico de 23 años conozca a una chica de 17 y se enamore perdidamente de ella. Como también puede suceder que de pronto ella le deje, tal vez porque él es incapaz de decirle con palabras que la quiere… Y esto es justamente lo que narra Qué te voy a contar, las marchas y contramarchas de este singular romance, los avatares que esta pareja enfrenta en el curso de una relación que, a diferencia de la novela tradicional, comienza con su rompimiento: Antón nunca se hubiera imaginado un final tan brusco, y está dispuesto a realizar grandes sacrificios para recuperar a Rosemary, entre ellos, garabatear un cuaderno para ella (precisamente esta novela), en el que le contará todo lo que no ha podido expresarle con palabras.

Qué duda cabe de que Antón es un joven muy peculiar: agudo e irónico hasta la desesperación, igual tiene tiempo para ir al psiquiatra que para entusiasmarse con la liga de fútbol o el cine; su amor con Rosemary le lleva de cabeza, aunque eso no le impide frecuentar la noche madrileña, tener ligues e incluso fantasear con la atractiva hermana de su amada. Como telón de fondo a esta divertida relación amorosa, la presencia de una ciudad que convoca a los más variopintos personajes y testimonia, a ritmo de rock, el caos surrealista de nuestra época. Una novela iconoclasta que desmitifica el sacrosanto Amor y radiografía con amenidad y desparpajo el estado espiritual de toda una generación. Y, desde luego, la revelación de un narrador cuyas dotes literarias se manifiestan con acierto en esta magnífica ópera prima.

Visión personal

La escribí con veinticinco y veintiséis años, apareció cuando tenía veintisiete. Había escrito un par de novelas antes, que me sirvieron, creo, para foguearme, y que no tengo intención de publicar. La escritura de Qué te voy a contar, desarrollada sobre todo en meses veraniegos (como hace el propio protagonista), la recuerdo como muy divertida, llena de ilusión, libre y desinhibida. Quería hacer algo que no era nada frecuente: una novela en la que se hablara de la gente de mi edad —o más jóvenes—, de sus problemas, de sus deseos y preocupaciones, que suelen ser distintos de los de gente más madura. La mandé al Premio Herralde, quedó entre las siete finalistas, y Jorge Herralde decidió publicarla. Yo estaba feliz, y lo fui todavía más al ganar el Tigre Juan.

El nombre de Antón lo tomé de uno de mis hermanos, y el de Rosemary, de una modelo estadounidense que en los años ochenta salía mucho en el Elle y que estaba, digámoslo ya, como un tren. Esta novela me sirvió, además, para conocer a Fernando Trueba y a Emilio Martínez-Lázaro, que me introdujeron en la escritura del guión cinematográfico (de ahí salió Amo tu cama rica). Yo no estaba seguro de si Rosemary, cuando leyera Qué te voy a contar, iba a volver o no con Antón. Emilio, más experimentado que yo, me dijo que estaba clarísimo que no iba a hacerlo, y recuerdo que me quedé algo impresionado. Yo dudaba entre dos títulos, el que tiene, o Nuestra locura. A Herralde le gustaba más Qué te voy a contar, y así se quedó, para bien. El dinero del Tigre Juan me lo gasté en un viaje por Argentina; en Buenos Aires cené a solas con Bioy Casares: el principio de la novela que Rosemary lee a Antón es el de El sueño de los héroes.

Críticas

«En Qué te voy a contar hay muchos, muchísimos elementos que cobran vida independientemente de la historia y que constituyen un contrapunto perfecto al argumento principal. Porque lo que Antón va recordando en su calvario está por encima de la desilusión del amor: él nunca ha sabido portarse tan bien como una dama puede esperar de su príncipe azul; sin embargo, el desgarro casi adolescente, el sentido del humor, la profunda autoironía del personaje nos conmueven desde las primeras páginas […]. Con un sentido del ritmo sorprendente, Casariego inicia un peregrinaje hacia el pasado en la relación de la pareja, con momentos y escenas formidables, como la del cumpleaños de Rosemary, día en que Antón va a regalarle todo lo que sea capaz de robar. […] Resulta inaudito el dinamismo de un texto tan bien elaborado, lleno de insólitas imágenes y con una espectacular frescura. […]. Qué te voy a contar, y valga la redundancia, sí nos ha contado muchas cosas y nos ha llegado a enternecer al sentir, como Antón, la crueldad de un amor adolescente y sin futuro bajo el sol de agosto».

Begoña RipollInformación

«Un joven y grande escritor. Muchas cosas, y buenas, cuenta en su primera novela Martín Casariego. Novela juvenil, pero no ingenua; moderna, pero no pedante; primeriza, pero no echada a perder por precipitaciones y desmelenamientos. Qué te voy a contar te agarra desde el título […] Tiene un desparpajo finamente irónico, levemente humorístico, contenidamente deslenguado. [Este amor del montón] te amarra desde el principio. Debe de ser porque, tras el tinglado, hay un joven y grande escritor que se exhibe con estupendas plumas».

Javier GoñiEl Mundo-La Esfera, 21-1-1990.

«El resultado, por cierto, no es un texto caótico, como él insinúa, sino una obra que refleja el dinamismo interior y el continuo bombardeo de estímulos exteriores que impone la vida actual, y en cualquier caso, la prueba de que detrás hay un escritor que dará que hablar. Una historia muy simple, la ruptura de una pareja (Antón y Rosemary) y sus diversos avatares previos, es fundamentalmente el punto en el que se apoya la peonza que al girar va mezclando los diversos colores que componen su superficie […]. El empleo de determinadas palabras, como las alusivas al sexo, de los diminutivos, de expresiones coloquiales, de imágenes insólitas, de juegos surrealistas, de guiños o referencias a otros autores, y sobre todo la continua autoironía que envuelve el texto, son decisivos en esa carrera a la que el lector se ve sometido».

Clara Janés, El PaísBabelia

«He aquí un título que puede parecer, por ser tan coloquial, extremadamente simple. En su aparente simplicidad, sin embargo, se esconden las sugerencias. Porque Qué te voy a contar es una novela que ya desde el título implica, además de una actitud desencantada, la tensión comunicativa entre lo que se quiere contar y el hecho, trabajoso, de contarlo […]. El discurso, realmente, transpira, en consecuencia, un exultante vitalismo expresivo y una imanante fuerza comunicativa, que engancha al lector. Lo cual, tratándose de una opera prima y de un autor joven, nos sitúa ante un novelista con indudable proyección».

Ángel Estévez MolineroDiario de Córdoba-Cuadernos del Sur

«Qué te voy a contar mantiene desde el principio hasta el fin una soltura y un ritmo narrativo realmente bien conseguidos. […]. En esta novela, que divierte y entretiene en el más honroso y noble de los sentidos, no se pretende abordar más análisis sociológico, puntual y serio de unos hechos, que el que aporta la estricta radiografía (paradójicamente muy exacta en su tónica de despreocupación) de las veinticuatro horas diarias y multiplicadas, que como crónica fiel han quedado plasmadas en el recuerdo escrito o memorial amoroso, a modo de confesión, de un chico joven tras una ruptura sentimental».

Mercedes MonmanyDiario 16-Culturas

Primer capítulo

Así que yo nunca la había querido. El sol de agosto terminará por calcinarme como si yo fuera un hueso abandonado en el desierto de Argelia y además por mi propia voluntad, tengo que reconocerlo, me convertirá en polvo y se esparcirán mis cenizas al viento y a mí no me importará demasiado y llegarán mis padres y avisarán a la policía y me darán por desaparecido. Pero, mientras, recuerdo una tarde en la que el sol se mostró más tranquilo e incluso vio suavizado su castigo por un chaparrón. El chaparrón nos había pillado inesperadamente en plena calle, y corrimos a protegernos bajo un toldo sucio y lleno de rotos, apretujados entre mucha gente. Enseguida cesó y el sol volvió a machacarnos como si nada hubiera pasado, entonces yo pregunté:

-¿Por qué?

Ella tardó unos instantes en responder, aparentemente fascinada por el niño medio idiota que berreaba a escasos metros de nosotros y que había perdido el helado por culpa del lío que había organizado el chaparrón ése. Por fin se decidió a mirarme, y tengo que decir que jugaba con ventaja, tenía unos ojos preciosos, qué tía, juntó sus manos y una de sus cejas se arqueó levísimamente y si al parpadear mis ojos hicieran fotografías la habría convertido en una modelo famosa de portada del Vogue. Un coche se paró en el disco, y por sus ventanas escapaba Eve of Destruction, un pedazo de canción de Barry McGuire con más años que yo.

-Porque nunca me has querido.

La derecha, había sido la ceja derecha, lo supe al recordarlo porque ella nunca arqueaba la ceja izquierda, y eso que para muchas cosas era zurda, por ejemplo escribiendo postales o jugando al baloncesto o disparando con la pistola de perdigones. Qué tía, parecía una actriz…

Así que yo nunca la había querido. Era mentira, claro, en realidad yo siempre la había querido, puede que incluso desde el primer segundo, y desde luego hasta el último, hasta ahora, pero no protesté, resultaba tan increíble… Yo se lo había dicho montones de veces y de muchas maneras, aunque con palabras solamente dos (y la segunda en qué situación, además yo creo que ni me oyó, ésa es la verdad, de todas formas tarde o temprano tendré que tocar este asunto con más detalle) y quizás ella se refiriera a eso, quizás las palabras sean mucho más eficaces por mucho que se diga lo de la imagen. Eve of Destruction se alejó al ponerse verde el disco y creo recordar que en aquel momento —y por favor que nadie me pregunte por qué, y además estoy en mi perfecto derecho— pensé en las tartas de fresa que me hacía mi abuela y los bizcochos con chocolate, y ya sé que eso no tiene una explicación lógica ni normal, pero es que yo, aunque sea normal y sea una persona como usted o como yo, no termino de ser lógico del todo.

-¿Es definitivo? ¿Lo has pensado?

-Sí.

Bueno, a veces se piensan tonterías. Puse mi mano en su mandíbula y la atraje hacia mí, al principio se resistió un poco, pero con buen criterio prefirió no saber con seguridad si yo estaba dispuesto a desencajársela o no, nos besamos con una pasión que hubiera cabido en el bolsillito para monedas de sus vaqueros, y tengo que decir que siempre los llevaba bastante ceñidos. De todas maneras se la hubiera desencajado, palabra, y no es por fanfarronear ni por darme importancia, pero es que a veces pierdo los estribos y no sé ni lo que hago.

-Hasta luego, chica.

Quería estar solo, pensar algo. Mierda. Recuerdo muy bien que eso fue lo primero que pensé: mierda, apenas andados unos pasos, y es que ése era el resumen más exacto que se podía hacer: una mierda. Me volví y ella estaba mirándome, esforzándose por no llorar, o quizá lloraba. Tengo más pelotas que un chapolín, pero de cuando en cuando flaqueo, soy demasiado sentimental. Como no llevaba las gafas y me había separado ya varios metros no veía ni torta. Pero en fin, siempre me gusta pensar que las chicas lloran cuando las dejo, lo encuentro natural. Deshice el camino y la borrosa imagen recobró su espléndida nitidez: sus labios, sus cejas pobladas, su nariz delgada, su pelo largo y ondulado, sus ojos azules y… más secos que la arena del Sáhara. Casi me enfadé, la cosa no era para menos: cómo fiarse de una chica así. Nos abrazamos. Fracasé en el intento de contener un estornudo, y es que los estornudos no son demasiado oportunos y vienen cuando les da la gana, y me sorprendí a mí mismo diciendo:

-Te quiero, Rosemary.

Ésa fue la tercera vez que le dije que la quería, y me salió sin ningún esfuerzo, casi sin enterarme. Creo que es un reflejo protector que tengo cuando veo que la situación está que arde, algo así como retirar la mano cuando te has quemado con la sartén. Rosemary, menudo nombrecito. Pero la culpa no era suya del todo, su madre era norteamericana, de WoodIand Park, Colorado, y se llamaba así: Rosemary, menudo nombrecito, el de la madre, creo que en sus parajes nativos no suena tan hortera, es incluso un nombre corrientito, como aquí llamarse Carmen o Charito, y desde luego mucho mejor que llamarse Pitita o Eusebia. Al menos a ella, a Rosemary, a la hija, quiero decir, a ver si nos entendemos, le sentaba bien, pero es que le sentaban bien hasta las viruelas y si cogía un sarampión como mucho parecía que se le había ido la mano al ponerse el colorete, que por otra parte jamás se ponía. Quiero decir que incluso cuando se vestía con un traje horrible, uno de esos de noche con volantes y capa incluida, pongamos por caso, le sentaba de maravilla. En cambio a la madre, gorda y pecosa, de apellido Moore, muy simpática, cualquier vestido le sentaba mal, y si se lo quitaba, peor o dudoso. Lo sé porque un día fui a su casa a buscar a Rosemary hija, bueno, fui montones de veces, claro, pero ese día en concreto vi desnuda a Rosemary madre, tomando el sol, tan pancha, menudo espectáculo más deprimente y aniquilador, usted comprenderá. Le sobraban kilos (por no decir libras o galones) por todas partes, y aunque no hizo ni ademán de taparse yo ni siquiera me empalmé. A veces tenía pesadillas con aquello, soñaba que Rosemary hija se convertía en Rosemary madre a la semana de casarnos (porque soñé un par de veces que nos casábamos, aunque nunca tuve el mal gusto de decírselo, pasábamos la luna de miel en el desierto argelino, al lado de un oasis y comiendo dátiles y leche de coco, sin periódicos ni visitas organizadas ni cosas así). Por algunas fotos sabía que Rosemary madre había sido incluso delgada de joven, un tipo que no se lo saltaba un gitano, para ser más exactos, lo que naturalmente aumentaba mis recelos. Pero ya basta de hablar de Rosemary madre y de Rosemary hija, a partir de ahora sólo hablaré de mi Rosemary y no tendré que especificar a cuál de ellas me refiero, o llamaré Maryrose a la madre para no liarla. Aunque mi Rosemary lo que se dice mía mía no lo fue nunca en realidad, era un poco como mi cometa que servía de teléfono o algo parecido, y bien mirado es mejor así, porque si uno tiene un poquito de corazón y de sensibilidad descubre que casi todas las personas y los perros son un coñazo y es preferible que cada uno viva su propia vida. En fin, el caso es que ese nombre tan hortera me gusta, porque es suyo y se adaptaba a su cuerpo mejor que una malla de bailarina, y esto es una idiotez, pero es la clase de idiotez que podría gustarle a ella. La cuarta vez que le dije que la quería ya no sirvió de nada. Fue como regalar una chuleta a un gurú vegetariano, casi un insulto malintencionado. Yo pregunté:

-¿Es definitivo?

Y ella respondió:

-Sí.

Igual que la vez anterior, sólo que por lo visto esta vez iba completamente en serio y yo me había comido la tontería de si lo había pensado. Pero una de mis características es que doy unas leches cuadradas, como Rocky, y encajo mejor que él. Baste añadir al respecto que según el pirateado índice de Harper’s, cuya lectura recomiendo, el mamón de Rocky lanza 115 puñetazos y recibe nada menos que 218 en no sé cuál de sus películas. Para mí es un principiante, nadie me ha noqueado todavía.

-Te quiero, Rosemary.

Aquella vez sí que lloraste, Rosemary, de rabia, o de pena, pero lo hiciste más por mí que por ti, lo que no era una buena señal precisamente, y eso significaba que todo era diferente, tú blanco y yo negro, tú sangre y yo cátsup, pero con la basura hacen plástico, y con el plástico cosas muy bonitas y absolutamente higiénicas, así que no es tan sencillo, tú lo sabes bien y por eso me gustabas, también por otras cosas, llevo años diciendo que este mundo es un lío, casi desde antes que Donna Hightower. Sólo una cosa parece segura: esta cerveza se ha calentado a marchas forzadas y la cerveza caliente me espanta, y no tengo ni puta idea de escribir, tenías razón, no es lo mismo escribir una novela que una carta al director. En fin, ya veremos. Después de lo de Rosemary ya nada pudo ser igual. Yo mentía constantemente, y aunque en ocasiones Rosemary me reprendía con severidad cuando me descubría, en el fondo eso le encantaba, y yo me defendía, mentir no es malo, algunas mentiras sí lo son, pero algunas verdades también, es como un cuchillo, depende del uso que se haga de ellas, ¿no? Bueno, por lo menos algo parecido decía mi profesor de Ética, que por cierto tenía orejas de soplillo. El día en que nos conocimos, te dije:

-Me recuerdas mucho a alguien.

Y añadí todo lo misteriosamente que pude:

-A alguien a quien quise mucho.

Era mentira, pero no sé por qué tú me creíste, quizás porque siempre estabas dispuesta a creértelo todo, más que a una cuestión de habilidad engañarte se reducía a una cuestión de sangre fría, y en ese sentido yo tengo algo de reptil, ésa es la verdad. Yo no quería conseguir nada con mis mentiras, ni siquiera mentir era un fin en sí mismo. Estaba desconcertado, como un lagarto rodeado por un círculo de fuego. Pero en fin, Rosemary, qué te voy a contar que no sepas ya, si fuiste tú quien me dijo que son los escorpiones los que al verse rodeados por el fuego se pegan un picotazo a ellos mismos que se quedan secos, y nosotros lo encontramos divertido y hasta gracioso y nos fumamos un puro, como si no fuese algo horrible y dramático, algo que debiera avergonzarnos, algo que…

Share This