XXIX Premio de Novela «Ateneo de Sevilla» (1997).

NOVELA

La hija del coronel

Algaida Editores, 1997; Círculo de Lectores, 1999; Espasa Calpe, 1999; Alianza Editorial, 2000

A finales de los años sesenta, José —un joven campesino consciente de que su pobreza y su clase social lo relegan a una vida triste y miserable— decide enrolarse en la Legión. En Melilla se enamorará apasionadamente de María, la hija del coronel, pero esta relación no sólo le enfrentará con el padre y los restantes pretendientes de la muchacha, sino que le obligará a huir de su propia identidad, precipitándose por un peligroso camino de mentiras y asechanzas.

La hija del coronel es un relato de amor, amistad, traición y venganza, de encendidos sentimientos, verdades a medias y mentiras piadosas. El trepidante ritmo de su narración, la apasionante intriga del relato y su inquietante trasfondo de sexo, crueldad y violencia —pero también de entrega y camaradería— hacen de ella una novela sorprendente y desasosegadora. Esta obra de Martín Casariego, que mereció el XXIX Premio de Novela «Ateneo de Sevilla», consagra a su autor entre los más destacados novelistas de la narrativa española contemporánea.

«Una hermosísima historia de amor y muerte […] Una de las mejores novelas que he leído este año». (Manuel Vázquez Montalbán, El País, 1997).

.»Visión personal

La hija del coronel, que se abre con el doble asesinato de una mujer y un legionario a manos de un compañero en la camisa verde, es una novela sobre la fuerza del destino y la fatalidad, sobre la dificultad de asumir la propia realidad y las trágicas consecuencias que ese rechazo puede acarrear. La elección de Melilla como escenario de esta historia no fue en absoluto gratuita: Melilla es una ciudad fronteriza, entre dos mundos muy diferentes, el español cristiano y el marroquí musulmán, de la misma manera que José, el protagonista de origen humilde que hace pasarse por Julio, su amigo de la infancia, es un personaje que nada entre dos orillas: la humildad de su origen, y la riqueza de los terratenientes con cuyo hijo se ha educado. Además, la difícil comunicación de Melilla con la península hace que José pase muchos meses sin ver a su familia, y ese aislamiento explica también el desarrollo de los acontecimientos. Situarla a fines de los sesenta tampoco es un capricho: con la democracia, la Legión, felizmente, ha dejado de ser lo que era.

En La hija del coronel se superponen una trama psicológica (el enamoramiento de María y José, la mentira sobre su procedencia, que le convierte «en un impostor, en un ser despreciable, en un hombre que renegaba de sus orígenes y se avergonzaba de sus padres», el enfrentamiento de José con el coronel como resultado de esa relación amorosa) y otra de tipo aventurero, alrededor del Matjuba, burdel frecuentado por los legionarios. Ambas tramas convergen, se entremezclan, y desembocan en ese doble asesinato con el que comienza la novela, aunque ahora, al final, ya sabremos quiénes son las víctimas y quién el autor. Renuncié al humor, pues la historia, trágica y turbulenta, no daba demasiado pie para utilizarlo, y tanto por el tema, como por estar escrita en tercera persona y ambientada en Melilla a finales de los 60, o por la crudeza de muchas de sus escenas, La hija del coronel resulta novedosa dentro de mi trayectoria. Para escribirla, además de viajar dos veces a Melilla y visitar el Tercio Gran Capitán (para lo que conté con la colaboración de sus mandos), hube de documentarme sobre la Legión, mediante la lectura de numerosos libros y revistas. Así, los datos que aparecen son reales (el libro regalado por Dalí al Tercio, los casos de cólera, la renovación de misiles y carros de combate, la anécdota del mono mascota que «roba» la caja, y que es condenado a muerte, y luego indultado por saludar marcialmente, etc.); el caso del Oxidao, que mata al sargento de guardia y es fusilado por sus propios compañeros, a los que abraza antes de morir, es verídico, incluso en los detalles de su «salvación» gracias a una Liga de Mujeres Cristianas…

[La novela iba a llamarse María y el legionario, pero al presentarla al premio Ateneo con pseudónimo, cambié el título por el de La hija del coronel. La mayoría de la gente a la que consulté prefería éste al otro y yo, al final, también].

Críticas

«Muchas son por tanto las reflexiones morales que se desencadenan en la mente del lector una vez finalizada la novela […] Los cuarteles de la Legión, situados dentro de la extraña ciudad fronteriza que es Melilla, parecen pertenecer a una pesadilla. La vida que en ellos se desarrolla no corresponde a nadie. Martín Casariego ha descrito, con un atrevimiento, vigor y eficacia admirables, esa pesadilla que a veces se nos cuela en la realidad, suplantándola».

Soledad Puértolas, Letra Internacional

«El autor de La hija del coronel saca pecho, se arremanga hasta los sobaquillos y se demuestra a sí mismo y, sobre todo, y es lo que importa, a sus lectores, que puede dar un paso decisivo al frente, que es capaz no sólo de ser un buen guionista de cine, de tener un excelente ojo para el más viejo argumento literario y cinematográfico: chico conoce chica. Y para eso, en una vuelta de tuerca considerable, se planta en Melilla, en la Legión, y crea allí una trepidante historia de amor, sexo, violencia y amistad de caballeros legionarios que se ve como puro cine, pero que, además, y hay que subrayarlo una vez más, es pura literatura».

Javier Goñi, El País-Babelia

«Lo que me interesa destacar de esta novela de Casariego es la eficacia narrativa de que da muestras su autor […]. Martín Casariego logra en los diálogos una plasticidad poco común, de tal manera que la supuesta oralidad de los mismos oculta muy bien el trabajo literario que hay en ellos. Cada diálogo, además, tiene que ajustarse, por mor de esa eficacia, a la trama, al desarrollo de la historia que se nos cuenta. En La hija del coronel nos encontramos con un brutal asesinato en el primer capítulo y a partir de ahí la vida de José, un joven andaluz que se va a la Legión a Melilla, se transformará en un viaje donde no sólo conocerá el amor, la pasión, el sexo, sino que transmutará incluso su personalidad misma en una suerte de camino iniciático de desesperación y nihilismo al que sólo la muerte es capaz de dar justificación».

Juan Ángel Juristo, El Mundo-La Esfera

«Lo importante es de qué manera Casariego resurge como un narrador poderoso, capaz de dar consistencia a tanta sinrazón con una enorme fuerza plástica. El horror no se dice, se hace verdad en algunas escenas terribles, que ponen el alma en un puño. El relato de la violencia y el sadismo con que se perpetra la venganza contra unos desprevenidos cabileños merece figurar en la mejor literatura de terror».

Santos Sanz Villanueva, Revista de Libros

«Una historia que, por la convivencia acuartelada de los soldados y la crueldad implícita en varios de los personajes, nos recuerda, en algunas escenas, La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. […] Están todos los ingredientes necesarios: amor, sexo y violencia, dispuestos con gran efectividad narrativa. El libro atrapa desde sus primeras páginas».

Andrés Aguirre, El Mercurio-Leer, Santiago de Chile

Entrevistas

Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.

Martín Casariego: El hombre y su dualidad.

Por Maria Teresa Cárdenas. El Mercurio/Revista de Libros,, nº520, 24 de abril de 1999.

Cuando, recién iniciados los años noventa, una fuerte oleada de escritores jóvenes irrumpió en la literatura española, críticos y escritores buscaron darle unidad al fenómeno, estableciendo nexos y referentes comunes entre una verdadera multiplicidad de voces. Se habló entonces –así como en Chile y en otros países de Latinoamérica– de «nueva narrativa», una supuesta generación en la cual sus mismos exponentes se resistían a figurar, más aún cuando el querido y odiado marketing vio en ella un producto más para vender. Aventajado a sus pares, Martín Casariego iniciaba la década con el respaldo de la crítica y el Premio tigre Juan a su novela Qué te voy a contar, publicada en 1989.

Martín Casariego: Jóvenes, humor y tiros.

Por Juan Carlos Palma. Clarín , nº 12, noviembre-diciembre 1997, pp. 44-48.

Es el paso adelante de una trayectoria que se inició con Qué te voy a contar (Anagrama, 1989, Premio Tigre Juan a la mejor primera novela de ese año), obra que marcó las señas de identidad de una generación y abrió el mercado a un público joven que hasta entonces no encontraba a nadie que le hablara de sus propios problemas.

Primer capítulo

El coche circulaba por la carretera asfaltada a ochenta por hora, no daba para mucho más, con las luces largas, que no iluminaban demasiado.

-Es esa desviación, ahí, a la izquierda.

El conductor llevó la mano a la palanca de cambios, a la derecha del volante, redujo una marcha, otra, y giró en segunda, por el camino de tierra. Unas enormes tinajas de barro cocido señalaban la entrada a la finca. Apenas habían avanzado cincuenta o sesenta metros, cuando el hombre que no conducía volvió a hablar.

-Para, me estoy meando.

Se detuvieron a la altura de unos cuantos chopos, que crecían aprovechando la humedad de una pequeña vaguada. El legionario que no conducía aguardó a que el otro, que había ingerido mucha cerveza, bajara primero. Fue andando, con una decisión que disimulaba los tumbos que daba, hasta los árboles, y empezó a orinar. El legionario que no conducía abrió la guantera del coche, sacó la pistola que allí había visto guardar y comprobó que estaba cargada. Después, la montó, y al hacerlo, un cartucho salió expulsado. No se molestó en buscarlo y quitó el seguro a la pistola. El ruido metálico hizo que la mujer que se sentaba atrás se sobresaltara. Sus ojos casi negros brillaban en la oscuridad como incrustaciones de mica. El legionario sintió el miedo a sus espaldas, y se volvió.

-No es nada -dijo para tranquilizarla-. Sólo divertirnos.

Salió del coche y cerró la puerta. Una suave brisa hacía temblar las hojas de los chopos. La luna era una guadaña de plata. Se puso a las espaldas del otro, que seguía meando. No era una cólera fría la que le dominaba, ni tampoco una cólera caliente, era una lejanía de robot la que guiaba sus actos. Aun así, no se decidió a dispararle por la espalda: nadie merece morir como si estuviera huyendo, y menos un compañero en la camisa verde. Dio un pequeño rodeo y se situó de frente. Esperó a que el otro se guardara la minga, mientras farfullaba algo ininteligible. Cuando terminó, alzó, por fin, la vista. Sus miradas, turbia la del que acababa de mear, remota la del que empuñaba el arma, se encontraron sólo durante un segundo. Apuntó al pecho y disparó tres veces seguidas. El otro aguantó de pie los impactos, aunque retrocedió dos pasos. El se acercó, y evitando mirarle nuevamente a los ojos, le descerrajó un cuarto tiro en la cabeza. Más tarde, por el atestado, supo que uno de los disparos, el primero, le había fracturado la clavícula izquierda, produciendo un importante desgarro muscular en el trapecio. El segundo proyectil había atravesado la base del pulmón derecho y el diafragma, para quedar alojado en el hígado. El tercero, mortal, atravesó la pared torácica, el corazón y una porción de la aorta, provocando una importante hemorragia. En realidad, con ése hubiera bastado. El cuarto, el último, innecesario salvo para acelerar el resultado final, le había entrado por la frente y salido por la nuca, con pérdida de masa encefálica, causándole la muerte instantánea. El legionario que empuñaba la pistola se volvió. Había oído abrirse la puerta. La mujer, una sombra encogida, muda, se acercaba, se acercaba hacia ellos, o hacia él y el muerto. Se miraron sin decir palabra. Ella se arrodilló, se abrazó al cadáver, y comenzó a lamentarse y a gimotear. El no quería que ella sufriera. En realidad, no quería que nadie sufriera. El quinto disparo, que saltó la tapa de los sesos de la mujer, sirvió para unirles en la muerte tanto o más de lo que lo habían estado en la vida. Arrastró los cadáveres y los ocultó en la hondonada, entre las hierbas y los matorrales que crecían junto a los chopos. En un charco, hundiéndola en el fango, se deshizo del arma.

Todavía no muy consciente de lo que acababa de hacer, todavía como si alguien manipulara unos mandos y le dirigiera por control remoto, todavía ajeno, el legionario montó en el coche y se dirigió hacia el cortijo.

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