Adaptada para el cine en 1999 con el título de Tú que harás por amor.

NOVELA JUVENIL

El chico que imitaba a Roberto Carlos

Anaya, 1996

Son los meses de verano en un barrio modesto de una gran ciudad. El narrador y Alber se entretienen haciendo pintadas reivindicativas. El narrador tiene como modelo a su hermano mayor, un chico solitario enamorado de Sira. En las fiestas, el hermano mayor canta canciones de Roberto Carlos, lo que le vale las burlas de los chicos de su edad. Cuando Alber y el narrador, por una tonta apuesta, tienen que hacer una pintada en la casa nueva del prohombre del barrio, el chico que imita a Roberto Carlos les ayudará.

Visión personal

Bastantes años antes, había escrito un relato que permanece inédito sobre dos amigos que viven en la periferia y se dedican a hacer pintadas de protesta, y en el que uno de ellos se enamoraba platónicamente de una chica mayor que, lógicamente, no le hacía ni caso. El mundo de las pintadas me había atraído a partir de un artículo de la desaparecida revista Sur Exprés. A eso se sumó posteriormente el deseo de escribir sobre dos hermanos, sobre los lazos de la fraternidad, y sobre lo misterioso que puede resultar el mundo de los mayores para quien aún no es adulto. También, el recuerdo del único perro que hemos tenido en mi familia, alguna noticia periodística que refleja lo absurda que puede ser la vida, y la reflexión de que lo que importa es cómo somos en realidad, y no las etiquetas que tan fácilmente nos cuelgan o nos colgamos. En las primeras líneas explico —mediante la voz del hermano pequeño, el narrador— qué debe ser la literatura para mí: una mezcla de aprendizaje y diversión, de conocimiento y placer. Cuando la estaba corrigiendo, el Madrid fichó a Roberto Carlos. Ahora, claro, todo el mundo, sobre todo los jóvenes, cree que la novela tiene algo que ver con el futbolista. A éste, por cierto, le pusieron ese nombre en honor al cantante al que se refiere el título. Prácticamente nada de lo que les ocurre al narrador o al chico que imitaba a Roberto Carlos me ha ocurrido a mí, y el barrio en el que he crecido es muy diferente al suyo. Sin embargo, emocionalmente, la considero casi una novela autobiográfica. Quizá ésa sea la razón por la que evité dar un nombre a los dos hermanos protagonistas.

Críticas

«Resulta casi imposible apresar un trozo de vida en unas páginas, pero Martín Casariego lo consigue en esta narración llena de fuerza y ternura, verdadero ejercicio estilístico, servido a través de un lenguaje escueto, evocador unas veces, y más ágil, por la utilización de la jerga propia de este ambiente, en otras».

CLIJ

«Una relación especial entre dos hermanos. Las dudas, zozobras y sueños de la adolescencia. Martín Casariego vuelve a demostrar que se siente cómodo con el público juvenil, aunque esta obra es igualmente recomendable para el adulto».

Emma Rodríguez, El Mundo-La Revista

«¿Es posible ser un tío legal y adorar a un hermano cuya mayor afición es cantar canciones de Roberto Carlos, como El gato que está triste y azul? Martín Casariego asegura que sí y lo hace con tal convicción, amores, peleas y asesinatos por medio, que incluso tú mismo terminas adorándolo. Lee, lee, y verás».

El País de las Tentaciones

Primer capítulo

¿Os gusta escuchar historias? ¿Os gusta estar tumbados y que alguien cuente algo y que las palabras fluyan y vosotros no tengáis que hacer más esfuerzo que mantener los oídos abiertos? A mí sí, porque te olvidas de tus problemas y encima puedes sacar algo en limpio, alguna enseñanza que te sea útil, escarmentar en cabeza ajena, que es la mejor manera de escarmentar, como quien dice. Por eso, cuando mi padre me mandaba a por tabaco a Los Moscas, el bar de abajo, nunca me importaba, y a veces tardaba un rato en subir, porque me encontraba al Alicates, en la barra, contando alguna historia del barrio, como la del abuelo de la Dientes, el día en que nos robaron el partido y el Fénix se quedó sin ascender a Tercera, de eso haría ya veinte años, y al abuelo de la Dientes casi le matan, porque le confundieron con el árbitro, y tuvo que salvarle una pareja de la Guardia Civil, que entonces aún llevaba tricornio.

El tabaco siempre me lo daba la Chari, que era pequeñaja y chupada como un hueso echado al caldo, y siempre me miraba con desconfianza, como diciendo: tan jovencillo y ya con vicios, aunque sabía perfectamente que el tabaco era para mi padre, y además, con dos años menos que yo ya los había que fumaban. El Alicates decía que la Chari era fea pero honrada, y que ambas cosas muy a su pesar. Y si el Alicates estaba contando, por ejemplo, la historia del abuelo de la Dientes, u otra cualquiera, me quedaba un rato escuchando, y cuando volvía, mi padre me regañaba por tardar tanto, aunque normalmente me daba las vueltas de propina.

Pero la historia que os voy a contar no es la del abuelo de la Dientes, ni la del Alicates, ni siquiera la de mi padre, sino la de un negro que no era negro y la de un cabeza rapada que no era un cabeza rapada, y también la de dos amigos que hacían pintadas, y, sobre todo, la de un chico que era el hermano mayor de uno de ellos y que en los bautizos y en las bodas, cuando se lo pedían los mayores, los de cierta edad, cantaba canciones de Roberto Carlos. Tampoco es la historia de un loro verde, porque al final ni yo ni nadie nos lo compramos, por mucho que Sandra, la hermana de Alber, me lo dijera cada dos por tres. Qué pena, ¿verdad?, no tener un loro verde o rojo o del color que le diera la gana, un loro que no parara de hablar, porque entonces, si el tiempo es eterno, ese loro, como el mono que escribe a máquina, en algún momento contaría esta historia, o una mucho mejor, y yo podría escucharla, tumbado en la cama, amodorrado, dejándome invadir sin esfuerzo, con los ojos semicerrados y los oídos abiertos…

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