NOVELA
Como los pájaros aman el aire
Siruela, 2016
Fernando lleva una existencia solitaria. Huyendo de su vida anterior, se ha trasladado a un pequeño apartamento en el barrio de Lavapiés. Perdido, recorre las calles con una cámara de fotos y unas gafas que pertenecieron a su padre recientemente fallecido, buscándole en los rostros de las personas a las que retrata. Su deambular le llevará a conocer a Irina, una joven lituana recién llegada a Madrid. A partir de entonces, sin abandonar el fantasmal puzle de un hombre muerto, verá cómo su existencia da un giro al tratar de completar otro aún más complicado: el de la misteriosa mujer que acaba de conocer. Al fondo hay un mundo oscuro pero Fernando no puede renunciar a la luz que ha comenzado a iluminar su vida… Como los pájaros aman el aire es un personalísimo e intenso viaje a la memoria afectiva, a la par que un emocionante canto a la creación artística y a la búsqueda del amor verdadero.
• «Martín Casariego es, para mí, uno de los narradores actuales de mejor pulso y mayor interés. Su prosa es de gran sencillez y comunicabilidad sin renunciar a una pulcritud retórica y a una elegancia estilística que hacen de su obra una verdadera fiesta para quien la lee». (Luis Alberto de Cuenca).
Visión personal
Como los pájaros aman el aire (mientras la escribía, para mí se llamaba simplemente Gafas) nació a partir de lo que me contó un compañero de trabajo de mi mujer. Hacía retratos a gente variopinta con las gafas de su padre, muerto recientemente; un día, una rusa muy atractiva le pidió que le hiciera unas fotos para un book. La vio más veces, sin que su misterio se desvelara del todo: ¿era una prostituta? ¿Había venido a Madrid para casarse? ¿Por qué estaba obsesionada por mandar dinero para su familia, como si el tiempo apremiara? Tenía ganas de escribir una novela corta, y aquella historia me sugería muchos asuntos. Como en el caso de La hija del coronel, partí, pues, de una historia que me habían contado y que tenía que hacer mía de alguna manera. Creo que fue Eugene Ionesco quien dijo que le habría gustado escribir una historia breve llena de amor y primavera, y a ello me puse, sin poder renunciar al otoño y al invierno, a la melancolía por las cosas perdidas. Es una historia sobre la que planea, como en tantas otras, el enigma de la muerte, la memoria y la identidad. Ya nos advertía Petrarca: «Pronto se arruinará la tumba misma, se borrará del mármol la inscripción; ahí sufrirás segunda muerte». Fernando, el protagonista de Como los pájaros aman el aire, intenta, con una cámara y no con la escritura, luchar contra esa segunda muerte. De alguna forma, mientras busca recomponerse después de su separación, y que entre las cenizas alguna brasa vuelva a encender el fuego, ejemplifica la frase de Píndaro: «En todo cuanto hacemos, los muertos participan». El barrio de Lavapiés, modesto y muy vivo, era el refugio perfecto para el protagonista, un lugar desde el que levantarse desde el anonimato, opuesto al lugar de donde viene.
Lo escribí entre 2013 y 2014, y lo dejé reposar. Las primeras versiones estaban escritas en tercera persona. Txell Torrent me dio la idea de pasarlo a primera persona. Hice la prueba, y me pareció que quedaba mejor. Mi hermano Antón me sugirió cambiar el orden de varios capítulos, para hacer más consistente y diáfana la estructura, y creo que también eso mejoró el conjunto. Pretendí escribir una historia sencilla en apariencia, sobre el renacer, cuando estás vivo pero apagado, y sobre la pervivencia de los muertos a través de nuestra memoria, que, inevitablemente, va perdiendo batallas. Cuando terminas un libro, nunca estás seguro del todo de haber encontrado lo que buscabas, pero siempre te queda el consuelo de, al menos, haber hallado otras cosas por el camino.
Críticas
Entrevistas
Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.
Primer capítulo
– 1. El barrio –
En el barrio algunos nos llamaban el fotógrafo y la modelo.
Es cierto que le hice bastantes fotografías, y que la mayoría fueron de la clase que imaginaban quienes apenas nos conocían más que de vista, pero las que verdaderamente me interesaron no eran así.
Escogí vivir en aquella zona deteriorada y multicolor no sólo por el precio de los alquileres, sino también por cortar en seco con mi pasado. Había llevado durante mucho tiempo una vida de plástico. Ahora, de querer ser lo que parecía, había pasado a preferir parecer lo que era; de hablar a los demás, a hablarme a mí mismo. Allí no me encontraría jamás a mi antigua esposa, ni a mis antiguos amigos (por llamarlos de alguna manera), ni, desde luego, a los compañeros de mi anterior trabajo, que había cambiado por uno más tranquilo, aunque mucho peor pagado.
El apartamento tenía unos treinta metros cuadrados, más el dormitorio de la planta alta, abuhardillado. En él, cuando terminaba de subir la escalera, debía agacharme. Un ojo de buey, en la pared a la que estaba arrimada la cama, proporcionaba una amplia vista de una parte de Madrid, un Madrid sin rascacielos, que semejaba un inmenso pueblo cubierto por una lluvia de tejas y vigilado por un ejército de antenas.
Lo que le daba vida a mi pequeño piso era una terracita rectangular abierta en el tejado. Si me encaramaba al borde de éste, la vista de Madrid se perdía en el horizonte. Nunca había estado en Argel, pero la primera vez que me senté allí pensé, sin saber realmente por qué, en aquella ciudad. Quizá me recordara alguna imagen de La batalla de Argel, que había visto en el Griffith. Veía las tejas, la ropa tendida, una bandera pirata en el tejado de enfrente, a la que la brisa hacía flamear, las plantas y macetas, y me sentía en paz.
En el tiempo de dolor y soledad comprendido entre mi separación y la enfermedad y muerte de Gafas había aprendido a querer a mi barrio. Una noche me entretuve, callejeando hacia casa, en hacer una relación de lo que iba distinguiendo en el suelo, desde vómitos y latas hasta preservativos y excrementos, y lo encontré casi arqueológicamente instructivo, en lugar de asqueroso, sin más. Me gustaban sus calles, una librería-café, atestada de libros, en la que a veces compraba una novela y tomaba algo en una mesa a la entrada, ciertos bares y cafés, como el Nuevo Café Barbieri, con sus espejos y mesas de mármol y sillas de madera y columnas de hierro fundido y canapés de terciopelo rojo, en la esquina de Primavera y Ave María. Ya ni siquiera me repugnaba tanto el hedor a orines de la calle Primavera, apreciaba tener tan a mano la Filmoteca, o encontrarme en la calle Salitre con el club de fumadores de marihuana, con la hoja de marihuana de metal colgada de la fachada, a modo de reclamo o anuncio medieval. Además de español, se oía hablar chino, indio, árabe, rumano, diversas lenguas africanas que no identificaba. Había mudanzas y pequeñas obras constantemente, negocios que abrían y cerraban, y a todo lo envolvía un paño de provisionalidad. De unos años para acá los robos proliferaban, aunque últimamente habían descendido gracias, en parte, a las cámaras instaladas en muchas esquinas. Salía del metro y bajaba hacia la plaza por la calle del Ave María, donde, fantaseaba, más de uno había rezado sus últimas oraciones, o por la del Olivar, si tenía ganas de variar un poco, entre restaurantes asiáticos, tiendas de chinos, locutorios, verdulerías con especias y frutas exóticas, y a menudo me cruzaba con algún borracho que insultaba a voces a alguien, real o imaginario, o con un loco que pregonaba su suerte por haber conocido en persona a Dios. Pensaba entonces que estaba donde debía estar.
Lo cual no era, sin embargo, ni un consuelo ni una alegría.