ENTREVISTA

Martín Casariego: “Empecé con Tintín, Astérix y Lucky Luke”.

Por Emma Rodríguez. Lecturas sumergidas, De Literatura/Leyendo con/Nº5 / Junio 2013.

«Lo importante era la aventura, y todo lo bueno y lo malo que sucedía durante el ascenso y el descenso y la marca que ello imprimía en el alma”, leo en Un amigo así, la nueva novela de Martín Casariego (Madrid, 1962). “A veces Lucas arrancaba pequeñas estalactitas que colgaban de las rocas y las plantaba en la nieve, como si fueran columnas o árboles, hasta formar modestos bosques. Después las fotografiaba con la intuición de que significaban algo: el paso del tiempo, el fin de la vida y de los sueños que se derretían centelleando. Eran instantáneas muy hermosas y muy tristes”, me detengo en el párrafo que previamente he subrayado y pienso en todo lo que contiene esta entrega de capas superpuestas en la que se habla de la amistad y de la traición, de la culpa y del perdón, del riesgo y de la incertidumbre que se experimentan cuando se presiente que un umbral está a punto de ser cruzado sin que aún se pueda atisbar lo que espera detrás.
Casariego relata –valiéndose, en un principio, de un narrador misterioso que parte de lo acontecido y lo va reconstruyendo– la historia de dos amigos, de dos apasionados de la montaña. Les sigue –él, que nunca ha subido a ninguna cumbre– en la última y dramática escalada que han de realizar juntos y se pertrecha para ello de enriquecedoras lecturas, leyendas y biografías que nutren la historia del alpinismo. Una disciplina a la que Nietzsche se refería en “Así habló Zaratustra” como “disciplina del sufrimiento” y cuya práctica lleva a los protagonistas a sentirse a salvo de la mezquindad. “Allí eran lo que eran; lo que podrían haber sido de no vivir en sociedad, de haber sido ingenuos salvajes”, se dice en un momento dado.

Forjado en la escritura de novelas no sólo para el público adulto sino también para el infantil y juvenil, articulista y guionista de cine, el autor de títulos como Nieve al sol, La jauría y la niebla o La primavera corta, el largo invierno, toca con el puño de “Un amigo así” (Planeta) en la puerta de la aventura y de la acción, pero incluso el más desatento de los lectores percibirá que no se trata sólo de eso, que hay reflexión y una cierta carga moral y existencial en este viaje hacia la búsqueda de sentido. Un sendero que atraviesa parajes de soledad, de belleza, de abismos infernales y músicas celestes. La mirada enfrentada a naturalezas difíciles de domar y a geografías humanas donde caben grandes valores, pero también esos irremediables gestos impuros que siempre acaban manchando el trayecto de la vida, la blancura de la nieve.

 ¿Por qué la elección de la montaña para contar una historia de amistad, quizás por el paralelismo entre los obstáculos que ha de sortear el escalador y las pruebas que una amistad ha de superar a lo largo de la vida para convertirse en auténtica?

– Lo que tenía claro es que quería hacer una novela sobre la amistad con mayúsculas. Aristóteles decía en su “Ética a Nicómaco” que había tres tipos de amistad. La del placer, propia de la juventud; la de la utilidad y el interés, más frecuente en el mundo adulto, ambas de carácter pasajero, y la verdadera y más escasa, que es la que resiste el paso del tiempo, una variante del amor, que va más allá de las circunstancias coyunturales, del disfrute o del beneficio mutuo. De esta última trata la novela y, sí, es capaz de superar los obstáculos, del mismo modo que el alpinismo, pero no fue esa idea la que me llevó a la montaña. La verdad es que surgió por casualidad.

 ¿Casualidad?

– Sí. Yo quería hablar de la amistad y del periodismo, de la crisis de la prensa escrita y del modo en el que las nuevas tecnologías han cambiado el concepto del tiempo, rompiendo su continuidad, cortándolo en lonchas, en píldoras de información. Me interesaba indagar en la importancia de las noticias para contarnos el mundo y busqué un escenario en el que fuera imposible acceder a las permanentes actualizaciones de los hechos, de los acontecimientos. ¿Qué pasa si dejamos de saber al minuto lo que está sucediendo; varía eso el fondo de las cosas, la perdurabilidad de los contenidos, de las historias? Ahí, al imaginar a dos personas aisladas, surgió la montaña y empecé a leer libros de alpinismo, no sólo en su vertiente deportiva y épica, sino también en la cultural. Me pareció apasionante y a partir de entonces empezaron a encajar todas las piezas. Quería hablar de periódicos y resulta que los periódicos entraron en crisis al mismo tiempo que el alpinismo, despojado cada vez más de su carácter épico y convertido en una atracción turística. Quería hablar de amistad y no encontré mejor imagen de la confianza que la de dos escaladores unidos por una cuerda, poniendo uno la vida en manos del otro. Subí a una montaña y me encontré con la mejor metáfora de la existencia.

– ¿Cómo encajaron la traición, la mentira, la culpa, el secreto… ? La novela está construida sobre revelaciones que van destapándose a medida que la escalada, la supervivencia, se complica.

– En la primera versión rápida, que hago siempre, con todos mis libros, estos temas apenas estaban esbozados, pero posteriormente fueron adquiriendo mayor fuerza. Sentí la necesidad de seguir ahondando en ellos, de irlos reforzando. En el proceso de escritura tuve la sensación de seguir una técnica de laqueado, de ir aportando cada vez más capas a la novela. Inicialmente quería hablar de una amistad muy inocente, pero me fueron surgiendo cada vez más posibilidades y preguntas que me condujeron hasta esta relación en la que se cultiva la capacidad de comprender, de perdonar los errores, incluso la traición, lo que más duele. Apuntarse a lo perfecto es más sencillo, no tiene tanto mérito como asumir los fallos del otro, sus zonas de sombra. Y en este sentido la historia del alpinismo también es muy ejemplificadora. La ruta de los pioneros está llena de compañerismo, de entrega, de momentos sublimes, pero también de mezquindades, de mentiras. Lo bueno y lo malo se dan la mano.

 La zozobra del presente se cuela en la novela. Se habla de “agonía”, de “siglo domesticado”… ¿Era inevitable?

– Sí. Ahora mismo vivimos con la sensación de que algo está a punto de acabar, de un fin de época, y quería que eso se reflejase, como una especie de estado de ánimo que impregna la historia. Todo indica que Europa está condenada a desenvolverse en un segundo plano, que el predominio tecnológico y cultural va a pasar al continente asiático. Precisamente José, uno de los amigos, tiene una imprenta, una actividad condenada a desaparecer, que simboliza todo ese proceso de transformación.

 En la presentación de la novela Rafael Reig destacó que se trataba de una historia de hombres, al estilo de las de Conrad, sin mujeres, pero sí que hay un personaje femenino en la sombra que resulta esencial en el desarrollo.

– Por supuesto. Aunque lo que yo quería era contar una amistad entre dos hombres, mucho menos novelable que entre un hombre y una mujer, aquí también se cruza una historia de amor y también una historia sobre lo que significa la paternidad, algo de lo que no hubiera podido escribir con todos sus matices cuando tenía 20 años. Lo que de verdad me ha movido, como siempre, es trasladar emociones: la felicidad del niño que escucha las historias de su abuelo sobre las montañas, la alegría, la plenitud, la pena, la pérdida

– Los dos amigos son buenos lectores. Se intercambian lecturas con mensajes, a través de las cuales intentan descifrar sus etapas vitales, encontrar pistas para mirar al mundo y comprenderlo. De ahí que en la novela haya muchas referencias literarias: desde las historias de Tintín a Dante, pasando por Dostoyevski, fundamental para hablar de la culpa, Nietzsche, Coleridge, Joseph Roth… ¿Son algunos de tus autores de cabecera?

– Algunos de los libros de los que hablo son relecturas. A otros me he acercado por primera vez buscando conexiones con aquello de lo que quería hablar. Es algo que suelo hacer siempre que me pongo con una novela. Por ejemplo, a Dante lo leí en profundidad cuando escribí “La primavera corta, el largo invierno” y ahora he vuelto a él para hablar de la condena, del mismo modo que he regresado a Coleridge, quien había sido montañero, y a su “viejo marinero”, ese que lleva dentro una historia que le quema y necesita contar, que es exactamente lo mismo que le pasa a Lucas.

– ¿Recuerdas tus primeras lecturas?

– Pues empecé con los cómics habituales en los niños de mi generación: Tintín, Astérix, Lucky Luke… Y recuerdo que me gustaban mucho Los siete secretos, de Enid Blyton y  las Aventuras de Guillermo. También hay un libro de indios y vaqueros, Tonka, basado en una película de Walt Disney, que me encantó de pequeño y que me hizo mucha ilusión encontrar ya de mayor, y otro que no puedo olvidar, Orzowei, una novela de Alberto Manzi, muy popular en la época, que narraba las andanzas de un niño blanco abandonado en la selva africana y educado en una tribu. De ahí, un poco más adelante, pasé a las lecturas juveniles de la colección Moby Dick de la Gaya Ciencia, donde leí por primera vez relatos de autores como Tolstói o Dostoyevski.

– Me imagino que en una saga de escritores como la de los Casariego [tres hermanos escritores] influiría mucho la biblioteca familiar, el contagio de vuestros padres…

–  Sí. A partir de los 15 años y hasta los 20 ya me sentí muy influenciado por lo que leían mi padre y mis hermanos mayores. En esa etapa aparecieron obras decisivas para mí. Las tribulaciones del joven Törless de Musil; El extranjero, de Camus, o El americano impasible, de Graham Greene, fueron libros que me impactaron mucho. Y también: El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares; La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa y Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé.

– ¿Alguno que pudo ayudarte en su momento a modificar tu percepción de las cosas, tu mirada sobre el mundo?

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, que me parece muy poderoso porque transmite la dimensión del viaje hacia el fondo del ser humano en toda su complejidad y nos deja la impresión de lo cerca que está lo bueno de lo malo. Con ese libro fui consciente de lo que una novela puede describir y al mismo tiempo simplemente sugerir, dejando un amplio margen a la imaginación de cada cual.

– ¿Qué título recomendarías para afrontar el presente?

El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, una novela en la que se está esperando algo y donde, aunque parezca que el tiempo está detenido, no lo está. Hoy tenemos la impresión de que todo se mueve, de que todo se está transformando muy deprisa, pero hay cosas cuyo fondo es mucho más profundo de lo que creemos. Es la apariencia lo que varía, pero la sustancia, lo esencial, permanece inamovible.
El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad me parece muy poderoso porque transmite la dimensión del viaje hacia el fondo del ser humano en toda su complejidad y nos deja la impresión de lo cerca que está lo bueno de lo malo. Con ese libro fui consciente de lo que una novela puede describir y al mismo tiempo simplemente sugerir, dejando un amplio margen a la imaginación de cada cual.

 ¿Te gusta volver una y otra vez a las mismas historias?

– Suelo releer, pero me gustaría hacerlo más. Antes cité El sueño de los héroes, de Bioy Casares, al que suelo volver porque me gusta todo de él, empezando por las dos lecturas que contiene, la realista y la mágica. Me atrae mucho cómo está escrito; sus pequeñas dosis de humor, su delicadeza… Hablando de relecturas, ahora estoy precisamente releyendo El buen soldado, de Ford Madox Ford.

– ¿Dónde te gusta leer? ¿Un momento del día en especial?

 Por las mañanas, en el salón de mi casa, trasladando el sillón cerca de la ventana para que me llegue toda la luz. Y también por la noche, en la cama, en pijama.

– ¿Te interesa lo que escriben tus contemporáneos?

– Por supuesto. Me gusta saber lo que están escribiendo los otros y cómo lo están haciendo, porque no se trata tanto de lo que se cuenta sino de cómo se utilizan los recursos, de ese toque personal que hace que un libro sea diferente a otro. Acabo de terminar Prohibido entrar sin pantalón, de Juan Bonilla, y también he leído recientemente Amantes en el tiempo de la infamia, de Diego Doncel, y La misma ciudad, de Luisgé Martín. Son tres novelas muy diferentes que me han gustado, que me han parecido muy interesantes.

 ¿Asignatura pendiente?

– Sin duda Guerra y paz, que espero me atrape tanto como en su día Anna Karenina. No siempre se cumplen las expectativas. Es curioso, pero hay libros a los que ansiamos acercarnos y que no resultan lo que esperábamos. Hace poco, por ejemplo, leí Los miserables, y debo decir que me sentí decepcionado. Me pareció divertida, sin más.

– Y llegamos a esa pregunta tan tópica de la que no me gusta prescindir por sus reminiscencias, la de la isla desierta.

– Aunque no soy nada religioso, me llevaría La Biblia. La vida de Jesucristo tiene todo lo que debe tener una novela para enganchar. Y “Guerra y paz”, que como te decía, no he leído, pero qué mejor momento que ese. Confío en Tolstói. Y la colección de Tintín, que no podría faltar porque creo que no hay que abandonar la infancia, que siempre hay que seguir tocándola con un dedo.

Un amigo así está publicado en la editorial Planeta.

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