NOVELA

Nieve al sol

Espasa Calpe, 2004

 

Madrid, años 80. Rafael es un joven que trabaja como chófer de Bernal, un constructor. Pero no se siente chófer: considera que merece algo mejor. Y en su cabeza se ha metido la idea de redimir a Diana, la novia de su jefe. Roma, veinte años después. El antiguo chófer es ahora un muerto en vida, sin ilusiones ni esperanzas. De pronto, en su monotonía gris de borracho irrumpe una nueva Diana asombrosamente parecida a su antigua obsesión. ¿Quién es? ¿Qué quiere de él? ¿Por qué se empeña en desenterrar un pasado marcado por la tragedia? Con su brillante prosa, tan conmovedora como precisa, y con el trasfondo de la Roma de las ruinas y los lazos eternos y el Madrid enloquecido del dinero fácil y el amor efímero, Martín Casariego pone en marcha un mecanismo de relojería en el que todas las piezas encajan. Con capítulos alternos, el pasado escrito en presente, y el presente en pasado, el uno avanzando y el otro retrocediendo, como dos vectores que confluyen en el momento decisivo, Nieve al sol nos propone un paseo renovado, tan realista como simbólico, por los temas intemporales: el amor, la muerte, la codicia, los lazos de sangre, las consecuencias de nuestros actos, la culpa y la redención.

 

Visión personal

Durante el primer semestre de 2002 disfruté de una beca de la Academia de España en Roma. Había presentado el proyecto de una novela, germen deNieve al sol.Lógicamente, mi estancia allí, y el propio hecho de empezar a escribirla, fueron dando forma y transformando la más o menos difusa idea inicial. La historia se divide en dos épocas, unos meses de un año, que podría ser 1984, en Madrid, y tres semanas de 2004, en Roma (aunque la vaga coexistencia de liras y euros correspondería más bien a 2002). Desde el principio decidí que los capítulos fueran alternando, para mantener la intriga y el interés. En literatura, como el cine, la estructura (o el montaje) es fundamental. Busqué que el estilo apoyara ese corte cronológico y espacial, y que tuviera en cuenta los veinte años transcurridos y el cambio en el narrador, Rafael. Roma se describe de una manera más precisa y real, mientras que Madrid aparece más difuminado, casi soñado. Los diálogos de Roma están cortados, para dar una idea de la percepción fragmentada de un alcohólico. El pasado está escrito en presente, porque imagino que el protagonista necesita aproximarse a esos sucesos tan lejanos (y tan presentes), y el presente, en pasado, porque necesita distanciarse para asimilar lo que le acaba de ocurrir. La parte madrileña tiene un tono de novela negra, en la línea de Mi precio es ninguno, aunque sin su aire paródico o humorístico, totalmente distinto del de la parte romana, más intimista y cercano a La primavera corta, el largo invierno o a Campos enteros llenos de flores. La capital española representa lo efímero de la pasión, y la romana, la eternidad de los lazos de sangre. Hay algunos otros elementos simbólicos: por ejemplo, el cañonazo del mediodía (en la Academia, retumban los cristales, y contagia una especie de energía) es en honor de los héroes de la Reunificación… En cuanto a los personajes, no me siento cercano a ellos, pero sí les comprendo. Ninguno es malo, tampoco bueno (salvo, quizá, la Diana de Roma). El protagonista, Rafael, el chófer de Bernal, es una víctima de su distorsionada manera de ver la vida y el amor, en parte a través de clichés sacados de las novelas que lee. Es peligroso, porque aunque sus intenciones puedan ser buenas, cree que puede cambiar la realidad, adaptarla a lo que él querría, de una forma enfermiza y obsesiva. Al elegir que la novela estuviera escrita en primera persona, la posibilidad de manipulación del personaje por parte del autor se reduce, por lo que su condición de perturbado no queda tan explícita como si hubiera un narrador omnisciente: hay mayor exigencia hacia el lector, que tiene que ir atando cabos por su cuenta.

Al principio hablaba de la influencia de Roma en esta novela. Otro viaje, éste a Colombia, en 1998, se halla también en el origen de Nieve al sol. En el avión había leído un periódico colombiano: las noticias trágicas de un día equivalían a las de todo un año en España. El mal tiene una fuerza terrible, devastadora e irreparable: es mucho más fácil de hacer que el bien, que necesita tiempo y constancia, y que por eso es aparentemente más débil. Sin embargo, y por terrible que nos parezca el mundo, el bien no ha sido vencido. Desde hace tiempo esa idea me venía intrigando. En Bogotá, un cooperante de la embajada española me llevó a un barrio marginal, al que no me habría atrevido a ir solo, para ver un exposición de pintura y una representación teatral, organizada por un cura progresista. Aquello me hizo volver a reflexionar sobre la capacidad de supervivencia del bien, sobre su fuerza, que le permite crecer en medio de la pobreza, del dolor y de la violencia. Y aunque ni el argumento ni la localización tengan nada que ver con Colombia, Nieve al sol es, en realidad, eso: una novela sobre cómo, en medio de la destrucción más terrible, el bien es capaz de plantar una semilla.

Siempre doy a leer mis novelas a gente cercana, antes de presentarla a una editorial, para que me ayuden a corregirlas. En este caso, más que nunca, la ayuda recibida fue fundamental, por la dureza de las críticas. Pensé que eran fundadas, y reescribí Nieve al sol casi totalmente, dedicando diez meses enteros a esa tarea. Creo que valió la pena.

 

Críticas

«[…] Leer una novela de Casariego es adentrarse en una película. Las escenas, los personajes y sus diálogos son cinematográficos, rallan la realidad en ocasiones (que en literatura es el absurdo) y sostienen un continuo duelo contra sí mismos. Aquí, además, el protagonista luchará contra su yo de 20 años atrás, cuando en lugar de no ser nadie era un chófer. La batalla, entonces, la luchan el personaje por saber la verdad de antes y de ahora, y el lector con la narración, que se debate entre el pasado y el presente en un juego de perspectivas y dosificación de la información. Además, no vivimos flash-back en la sucesión de los hechos sino flash-forward que nos trasladan al futuro».

Diego Marín, La Rioja, 28 de septiembre de 2005

«Hay dos rasgos en Nieve al sol, la nueva novela de Martín Casariego, que nos recuerdan a la mítica Rayuela de Cortázar. La organización del tiempo y la protagonista. (…) Pues la novela de Casariego nos obliga a leer en ese formato de tiempos alternos, si bien es cierto que cada uno tiene su propia singularidad. Uno está marcado por el deseo, por conquistar a la chica del jefe, por el poder. El otro es un amor sacralizado por la pena y la soledad de la memoria (…) La novela nos enseña el presente. Amor es sinónimo de devastadora pasión. Todo o nada. Las más elevadas pasiones pueden acabar en los arrabales de la inmundicia y la destrucción. Como la nieve al sol».

Antonio Ortega, Ababol, semanario de La Verdad de Murcia, del 22 al 28 de octubre de 2004

Entrevistas

Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.

Martín Casariego.

Por Juan Vilá. GQ, octubre de 2004.

Nieve al sol es una historia doble de amor, pero por debajo de todo ello, también hay muchos elementos de novela negra (el crimen, la mujer fatal…).¿Estás de acuerdo con esta definición?

El hermano más inquieto.

Por Begoña Piña. Qué leer, nº 91, septiembre de 2004.

Nieve al sol (Espasa) ha significado el retorno a las librerías de este autor sereno y seductor, estandarte de una de las familias más literarias del país. Sus páginas merodean por el mundo del amor, las malas decisiones y la culpa que puede llegar a convertirse en condena.

Primer capítulo

EL BUEN DOLOR

¿Qué va a ser de mí?

Intento ordenar el desorden.

Intento desnudarme, y me disfrazo sin querer.

Desde hacía veinte años vivía en el vicolo del Piede, junto a Santa María in Trastevere, cerca del ponte Sisto. Era un piso bajo y tenía dos alturas. La inferior la ocupaban la cocina y el salón, y la superior, dos modestos dormitorios y un baño. La fachada de la casa se hallaba casi completamente cubierta por una enredadera, que en invierno le prestaba un aspecto decadente y desolado, mientras que en primavera y verano su follaje verde hacía pensar en algo salvaje y vigoroso. Entrar en la casa era, entonces, como hacerlo en una selva, en un refugio secreto y de aspecto abandonado, y eso, al principio, me confortaba momentáneamente, me confería una pasajera sensación de seguridad de la que estaba huérfano y que tanto necesitaba.

Sí, me confortaba, porque vivía escondido. Durante el primer año, por motivos de seguridad; después, cuando mis precauciones se habían revelado superfluas, por los malos hábitos adquiridos y por el íntimo deseo de ser un muerto en vida. Mi actividad pública se reducía a una visita mensual a la Banca Nazionale del Lavoro, después de afeitarme y ducharme, para retirar una cantidad que siempre llegaba puntualmente, y a comer poco en ciertos restaurantes y a beber mucho en cierto bar, no más lejos de cien pasos de donde residía. Mi vida giraba en torno a unas repeticiones cuyo solo sentido estaba en la propia repetición. Había terminado por no ser ni siquiera capaz de comprender que el único hilo que me unía con el pasado era el de esa cuenta corriente, y que si alguien tiraba de él, aparecería la araña, o sea, yo mismo. No había mujeres ni amigos, sólo una luz mortecina, náuseas y arcadas, temblores y confusión; no había mujeres ni amigos, pero sí ese bar, en el que las caras, en aquellos veinte años, habían ido cambiando, las de los camareros, las de los clientes, la del dueño, las caras de todos, sin excepción, menos la mía. Pero no, la mía también había cambiado, ¿cómo no iba a haberlo hecho, en veinte años?

Pese a que el alcohol convertía en una cinta en blanco muchas de las horas de aquellas noches, recuerdo a un viejo que aparecía de vez en cuando, invariablemente con la misma canción, recitada como una poesía plana, falta de entusiasmo y vida, y que empezaba así: “Vengo del mar a la tierra, voy de la tierra al mar. Vengo y voy, voy y vengo”. Nunca supe si era un marinero chalado o un chalado sin más. Dejó de ir y de venir, y ya ni tan siquiera sé si fue el producto de un vago sueño o de una de las alucinaciones que me atormentaban. Otro a quien le perdí la pista fue a Gino, un vagabundo con el pelo color ceniza, que le colgaba en greñas hasta los hombros. Tenía la cara roja surcada de arrugas, y unos ojos del color del Tíber cuando está verde, que es casi siempre. Una vez al mes le confiaba cierta suma para que me comprara libros, guiándose por su capricho o su instinto, en la librería española de la plaza Navona. Mis lecturas eran así variadas y aleatorias, literatura clásica y contemporánea, novela, ensayo, poesía, historia, arte, guías de Roma, y no me molestaba que el mendigo distrajera parte del dinero: era un trabajo y merecía cobrarlo. Una de las contadas ocasiones en las que osé cruzar el río lo vi pidiendo en el Corso, sin piernas, encima de una manta tan sucia como él. Cuando me reconoció, gritó alegremente el nombre con el que yo me había presentado años atrás, miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no le veía ningún policía, se apoyó en sus brazos y se subió a pulso. La manta tenía un agujero en el centro. Salió de la alcantarilla, en cuyo borde apoyaba la cadera, mientras los pies reposaban en la escalerilla, recogió el cartón, en el que había unas monedas como cebo, y dobló la manta, que ocultaba la redonda tapa de hierro fundido. Devuelta ésta a su sitio, me propuso ir a beber un vino para celebrar que volvía a tener dos piernas. Yo era un buen compañero de bebida excepto cuando me irritaba. Los libros que me traía Gino ocuparon casi por completo el barullo del segundo dormitorio, convertido en un trastero. Tardé varios años en leerlos todos. Después, cuando ya no tenía quien renovara mi biblioteca, empecé a releer.

En cuanto a Gino, en realidad jamás salió de la alcantarilla. A mí me concedieron una última oportunidad. Fue hace poco más de tres semanas, gracias a Diana. Todos los fantasmas de un tiempo ido pero que nunca había sido totalmente enterrado resurgieron con fuerza. Otro tipo de dolor llamaba a mi puerta. Éste era un buen dolor, porque aunque era agrio y desgarrado, en carne viva, sobrevivía en él algún resto de dulzura.
Vi a Diana entrar en el bar en el que me pudría.

Así empezó el buen dolor.

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