NOVELA JUVENIL

El capitán Miguel y Juan el Navegante

Anaya, 2016

El capitán Miguel ha caído prisionero en la Torre de la Mala Muerte. Tras un terrible cautiverio, una barca lo salva en medio de la noche, y quien la pilota no es otro que Juan el Navegante, un marinero con quien tiene una relación más estrecha de lo que parece. Juntos se enrolan en un emocionante viaje a ultramar, con destino al Nuevo Mundo. Allí se verán envueltos en una expedición por la selva directa al corazón del imperio maya. Aunque el verdadero objetivo tal vez sea El Dorado, la misteriosa tierra donde todo es oro. Sus poderosos enemigos serán capaces de cualquier cosa con tal de llegar a él.

Visión personal

La continuación de El capitán Miguel y el misterio de la daga milanesa surgió a partir de otro miedo, pero bien diferente: el de no ser querido, o ser menos querido. Mi hijo pequeño, Juan, dos años menor que su hermano, Miguel, me abordó un día para preguntarme si le quería menos a él. Por supuesto, le dije que no. Entonces, me preguntó, ¿por qué has escrito una novela de Miguel y ninguna de mí? Estaba claro que debía haber una continuación, en la que apareciera un personaje llamado Juan. Mantuve el esquema, cambiando, lógicamente, la pesadilla, en este caso completamente inventada. El que Miguel fuera un niño abandonado en la más tierna infancia facilitaba que pudiera tener un hermano desconocido. Uno de los motivos de situar estas novelas en el siglo XVI fue el de que fue una época de grandes descubrimientos (la pesadilla se relaciona con el escorbuto y, por tanto, con las largas travesías), con nuevos y maravillosos escenarios abiertos para los europeos. Me pareció así apropiado que Juan fuera navegante, y tuviera interés por la ciencia.

Si antes Castilla había sido el lugar de las aventuras del capitán Miguel, encontré oportuno cambiar de continente, y que la mayor parte de la historia se desarrollara en América, y en relación con el mito de Eldorado. Tras algunas lecturas y dudas, elegí a los mayas, por su cultura tan cruel como fascinante, y porque conservaron su modo de vida, perdidos en las selvas, aislados de los españoles, durante muchos años. Documentarme —para el viaje transatlántico, para los sacrificios humanos y el juego de la pelota, para saber si existía entonces el billar— fue apasionante y, como siempre ocurre en tales casos, me dio muchas ideas. Escribí este libro y el anterior con dos metas: que los lectores disfruten con estas peripecias y que mis hijos, cuando sean mayores, tengan en sus estanterías esta declaración de amor paterno.

Críticas

«Son excelentes la narración y la ambientación histórica. El narrador acentúa continuamente la condición heroica de su protagonista con referencias a los contenidos de sus lecturas y a formas expresivas cuya repetición tiene un punto de ironía y otro de conexión con héroes de aventuras folletinescas […] Esta novela tiene mucha más información que la primera. Por un lado, de cuestiones relacionadas con la navegación, de utensilios y armamentos de toda clase, de todos los productos que los descubridores trajeron de o llevaron a América, etc. Por otro, de los deseos de riquezas, de poder y de gloria, que movían a muchos. Las figuras heroicas de los dos hermanos, el capitán Miguel y Juan el Navegante, se siguen acentuando igual que se hacía en la primera novela, tanto con sus acciones de combate, como al dar a conocer sus pensamientos nobles, y con las descripciones irónico-serias de su porte —«grave la expresión, dura la mirada, presta la espada».

Luis Daniel González, bienvenidosalafiesta.com

Entrevista

Por María José García. La aventura del saber en TVE2, 26 de mayo de 2016.

Primer capítulo y fragmento del undécimo

1

El sueño

Se hallaba en el salón, sumido en la oscuridad. Era de noche. ¿Qué hacía allí, escondido detrás de una butaca?

De pronto sintió una ligera corriente de aire, y una especie de fría humedad.

Sabía que debía permanecer quieto. Se encogió todavía más. Escuchó.

Creyó oír un leve quejido, o quizá sólo fuera el sonido de un cuerpo al avanzar lentamente.

Cerró los ojos, rogando que todo fuera un sueño. Pero era aún peor tenerlos cerrados y los abrió.

La luz de las farolas entraba por la ventana, iluminando vagamente la entrada al salón.

Oyó un crujido, y fue entonces cuando les vio.

Eran tres monstruos con forma humana, que andaban como a trompicones. Uno era más amarillento que los demás. Otro sangraba por la nariz, y sus piernas y nalgas estaban ennegrecidas. Tenían las pantorrillas hinchadas y con heridas abiertas. La piel estaba infestada de manchas rojas, como escamas o costras. Respiraban fatigosamente, y no hablaban.

Los monstruos se volvieron hacia él simultáneamente, y el corazón le dio un vuelco.

No podía encogerse más, no podía estar más callado, no podía esconderse mejor.

Le rodearon. Sólo siendo un pájaro podría escapar.

Estaban ya muy cerca, y ahora la luz de la calle les iluminaba nítidamente.

Súbitamente, el tercero, de una de cuyas heridas manaba un líquido negro y apestoso, cayó al suelo, entre horribles convulsiones.

Los otros dos, sin hacer caso del caído, abrieron la boca, mostrando unas encías hinchadas, sangrantes, y un olor fétido le envolvió. El más alto tenía los dientes torcidos, como en un grotesco baile. El otro carecía de ellos. Toda su boca era una espantosa hinchazón.

Cuando el monstruo amarillento y desdentado se inclinó sobre él y alargó una mano temblorosa y llagada, gritó.

 

11 (fragmento)

Una tempestad y un megalodón

–¡Demonios, vienen por nosotros! ¡Es el fin del mundo! ¡Demonios voladores!

El grito y el miedo irracional se extendieron. Miguel vio, en medio de aquel desorden digno del infierno, unas figuras oscuras que volaban como proyectiles, atravesando la nave de babor a estribor.

Un niño asomó la cabeza y medio cuerpo por la escotilla. El capitán le empujó para que se volviera dentro, justo a tiempo: la carabela subió y descendió vertiginosamente con espantoso ruido, pareciendo milagro que no se rompiera en mil pedazos, y una ola blanca barrió la cubierta con furia asesina. Abajo alcanzó a ver Miguel niños gritando, mujeres tapándose los ojos o implorando el perdón de sus faltas, fardos y barriles flotando en el agua que se había colado en la bodega.

–¡Confesión, confesión! ¡Misericordia, Señor, para esta pobre alma que se arrepiente de todos su pecados!

Una mujer arrodillada se santiguaba, y a su alrededor todos, con los crucifijos en la mano, se abrazaban y lloraban. El fraile, sereno, decía:

–Da igual que el camino sea de agua o de tierra, que cuando Dios quiere, tan pronto se muere aquí como allá.

Pero en el fragor de la tempestad, nadie le oía. El agua les llegaba por los tobillos, pese a los desesperados esfuerzos de dos hombres que achicaban agua con la bomba.

–¡Demonios, demonios! ¡Van a hundir el barco!

El capitán fue hacia el lugar de donde provenían los gritos. Pasó al lado de Butifarra, que tenía una brecha, el rostro ensangrentado y blanco, y llegó al lado de un muchacho, que acompañaba sus voces con aspavientos. Al verle, chilló enloquecido, con los ojos desorbitados:

–¡Dicen que van a volcar el barco y a anegarlo para que nos devoren sus amigos, los peces!

Había que serenarle, para que la confusión y el miedo no se hicieran aún mayores. El capitán le agarró de los hombros y le sacudió, sin conseguir sosegarle.

–¡Vamos a morir todos, Satanás nos va a llevar al fondo del mar! -gritó.

A su espalda, vio el capitán cómo Comadreja desenfundaba su cuchillo.

–¡Que se calle o…!

El capitán golpeó con el pomo de su cuchillo al grumete en la cabeza. El chico se desplomó, y Miguel se aseguró de que quedara bien atado para que no se lo llevara el mar. Otra ola barrió la cubierta, y arrastró al capitán, que chocó contra un mástil.

Se oyó, en medio de aquel caos, un crujido de madera. Salido no se sabía de dónde, el Navegante empujó al marqués de Lobo Negro, justo a tiempo para evitar que el trinquete lo aplastara. No tuvo tanta suerte el Tuerto, quizá porque le vino por el lado del que le faltaba un ojo: el palo le golpeó con violencia, y lo lanzó por la borda como si fuera una hormiga que alguien se quita de encima de un manotazo. Los cuatro elementos, el fuego con sus rayos, el aire con su furia, el agua con sus olas, y la tierra, que amenazaba con sus rocas y escollos cortantes, si se habían acercado a algún islote sin advertirlo, se habían aliado para acabar con aquel pobre cascarón. ¡Qué importante se cree el hombre, y qué poca cosa es!

–¡Tranquilo! -le gritó el Navegante-. ¡Todo está controlado!

Justo en ese instante un proyectil golpeó a Juan en el pecho, haciéndole tambalearse. A sus pies vieron, brevemente iluminado por un relámpago, un pez volador, con las aletas grandes y desplegadas como alas.

–¡Ja, ja! -Juan rio. Para asombro de Miguel, ¡parecía disfrutar!-. ¡Aquí tenemos a uno de esos demonios que aterrorizan a los ignorantes!

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